Galileo Galilei nació en Pisa el 15 de febrero de 1564. Lo poco que, a
través de algunas cartas, se conoce de su madre, Giulia Ammannati di Pescia, no
compone de ella una figura demasiado halagüeña. Su padre, Vincenzo Galilei, era
florentino y procedía de una familia que tiempo atrás había sido ilustre;
músico de vocación, las dificultades económicas lo habían obligado a dedicarse
al comercio, profesión que lo llevó a instalarse en Pisa. Hombre de amplia
cultura humanista, fue un intérprete consumado y un compositor y teórico de la
música, cuyas obras sobre el tema gozaron de una cierta fama en la época. De él
hubo de heredar Galileo no sólo el gusto por la música (tocaba el laúd), sino
también el carácter independiente y el espíritu combativo, y hasta puede que el
desprecio por la confianza ciega en la autoridad y el gusto por combinar la
teoría con la práctica. Galileo fue el primogénito de siete hermanos de los que
tres (Virginia, Michelangelo y Livia) hubieron de contribuir, con el tiempo, a
incrementar sus problemas económicos. En 1574 la familia se trasladó a
Florencia y Galileo fue enviado un tiempo al monasterio de Santa Maria di
Vallombrosa, como alumno o quizá como novicio.
Juventud académica
En 1581 Galileo ingresó en la Universidad de Pisa, donde se matriculó
como estudiante de medicina por voluntad de su padre. Cuatro años más tarde,
sin embargo, abandonó la universidad sin haber obtenido ningún título, aunque
con un buen conocimiento de Aristóteles. Entretanto, se había producido un
hecho determinante en su vida: su iniciación en las matemáticas, al margen de
sus estudios universitarios, y la consiguiente pérdida de interés por su
carrera como médico. De vuelta en Florencia en 1585, Galileo pasó unos años
dedicado al estudio de las matemáticas, aunque interesado también por la
filosofía y la literatura (en la que mostraba sus preferencias por Ariosto
frente a Tasso); de esa época data su primer trabajo sobre el baricentro de los
cuerpos -que luego recuperaría, en 1638, como apéndice de la que habría de ser
su obra científica principal- y la invención de una balanza hidrostática para
la determinación de pesos específicos, dos contribuciones situadas en la línea
de Arquímedes, a quien Galileo no dudaría en calificar de «sobrehumano».
Tras dar
algunas clases particulares de matemáticas en Florencia y en Siena, trató de
obtener un empleo regular en las universidades de Bolonia, Padua y en la propia
Florencia. En 1589 consiguió por fin una plaza en el Estudio de Pisa, donde su
descontento por el paupérrimo sueldo percibido no pudo menos que ponerse de
manifiesto en un poema satírico contra la vestimenta académica. En Pisa compuso
Galileo un texto sobre el movimiento, que mantuvo inédito, en el cual, dentro
aún del marco de la mecánica medieval, criticó las explicaciones aristotélicas
de la caída de los cuerpos y del movimiento de los proyectiles; en continuidad
con esa crítica, una cierta tradición historiográfica ha forjado la anécdota
(hoy generalmente considerada como inverosímil) de Galileo refutando
materialmente a Aristóteles mediante el procedimiento de lanzar distintos pesos
desde lo alto del Campanile, ante las miradas contrariadas de los
peripatéticos...
En
1591 la muerte de su padre significó para Galileo la obligación de
responsabilizarse de su familia y atender a la dote de su hermana Virginia.
Comenzaron así una serie de dificultades económicas que no harían más que
agravarse en los años siguientes; en 1601 hubo de proveer a la dote de su
hermana Livia sin la colaboración de su hermano Michelangelo, quien había
marchado a Polonia con dinero que Galileo le había prestado y que nunca le
devolvió (por el contrario, se estableció más tarde en Alemania, gracias de
nuevo a la ayuda de su hermano, y envió luego a vivir con él a toda su
familia).
La
necesidad de dinero en esa época se vio aumentada por el nacimiento de los tres
hijos del propio Galileo: Virginia (1600), Livia (1601) y Vincenzo (1606),
habidos de su unión con Marina Gamba, que duró de 1599 a 1610 y con quien no
llegó a casarse. Todo ello hizo insuficiente la pequeña mejora conseguida por
Galileo en su remuneración al ser elegido, en 1592, para la cátedra de
matemáticas de la Universidad de Padua por las autoridades venecianas que la regentaban.
Hubo de recurrir a las clases particulares, a los anticipos e, incluso, a los
préstamos. Pese a todo, la estancia de Galileo en Padua, que se prolongó hasta
1610, constituyó el período más creativo, intenso y hasta feliz de su vida.
En
Padua tuvo ocasión Galileo de ocuparse de cuestiones técnicas como la
arquitectura militar, la castrametación, la topografía y otros temas afines de
los que trató en sus clases particulares. De entonces datan también diversas
invenciones, como la de una máquina para elevar agua, un termoscopio y un
procedimiento mecánico de cálculo que expuso en su primera obra impresa: Le
operazioni del compasso geometrico e militare, 1606. Diseñado en
un principio para resolver un problema práctico de artillería, el instrumento no
tardó en ser perfeccionado por Galileo, que amplió su uso en la solución de
muchos otros problemas. La utilidad del dispositivo, en un momento en que no se
habían introducido todavía los logaritmos, le permitió obtener algunos ingresos
mediante su fabricación y comercialización.
En
1602 Galileo re emprendió sus estudios sobre el movimiento, ocupándose del
isocronismo del péndulo y del desplazamiento a lo largo de un plano inclinado,
con el objeto de establecer cuál era la ley de caída de los graves. Fue entonces,
y hasta 1609, cuando desarrolló las ideas que treinta años más tarde,
constituirían el núcleo de sus Discorsi.
El mensaje de los astros
En
julio de 1609, de visita en Venecia (para solicitar un aumento de sueldo),
Galileo tuvo noticia de un nuevo instrumento óptico que un holandés había
presentado al príncipe Mauricio de Nassau; se trataba del anteojo, cuya
importancia práctica captó Galileo inmediatamente, dedicando sus esfuerzos a
mejorarlo hasta hacer de él un verdadero telescopio. Aunque declaró haber
conseguido perfeccionar el aparato merced a consideraciones teóricas sobre los
principios ópticos que eran su fundamento, lo más probable es que lo hiciera
mediante sucesivas tentativas prácticas que, a lo sumo, se apoyaron en algunos
razonamientos muy sumarios.
Sea como
fuere, su mérito innegable residió en que fue el primero que acertó en extraer
del aparato un provecho científico decisivo. En efecto, entre diciembre de 1609
y enero de 1610 Galileo realizó con su telescopio las primeras observaciones de
la Luna, interpretando lo que veía como prueba de la existencia en nuestro
satélite de montañas y cráteres que demostraban su comunidad de naturaleza con
la Tierra; las tesis aristotélicas tradicionales acerca de la perfección del
mundo celeste, que exigían la completa esfericidad de los astros, quedaban
puestas en entredicho. El descubrimiento de cuatro satélites de Júpiter
contradecía, por su parte, el principio de que la Tierra tuviera que ser el
centro de todos los movimientos que se produjeran en el cielo. En cuanto al
hecho de que Venus presentara fases semejantes a las lunares, que Galileo
observó a finales de 1610, le pareció que aportaba una confirmación empírica al
sistema heliocéntrico de Copérnico, ya que éste, y no el de Tolomeo, estaba en
condiciones de proporcionar una explicación para el fenómeno.
Ansioso
de dar a conocer sus descubrimientos, Galileo redactó a toda prisa un breve
texto que se publicó en marzo de 1610 y que no tardó en hacerle famoso en toda
Europa: el Sidereus Nuncius,
el 'mensajero sideral' o 'mensajero de los astros', aunque el título permite
también la traducción de 'mensaje', que es el sentido que Galileo, años más
tarde, dijo haber tenido en mente cuando se le criticó la arrogancia de
atribuirse la condición de embajador celestial.
El
libro estaba dedicado al gran duque de Toscana Cósimo II de Médicis y, en su
honor los satélites de Júpiter recibían allí el nombre de «planetas Medíceos».
Con ello se aseguró Galileo su nombramiento como matemático y filósofo de la
corte toscana y la posibilidad de regresar a Florencia, por la que venía
luchando desde hacía ya varios años. El empleo incluía una cátedra honoraria en
Pisa, sin obligaciones docentes, con lo que se cumplía una esperanza largamente
abrigada y que le hizo preferir un monarca absoluto a una república como la
veneciana, ya que, como él mismo escribió, «es imposible obtener ningún pago de
una república, por espléndida y generosa que pueda ser, que no comporte alguna
obligación; ya que, para conseguir algo de lo público, hay que satisfacer al
público».
La batalla del opernicanismo
El
1611 un jesuita alemán, Christof Scheiner, había observado las manchas solares
publicando bajo seudónimo un libro acerca de las mismas. Por las mismas fechas
Galileo, que ya las había observado con anterioridad, las hizo ver a diversos
personajes durante su estancia en Roma, con ocasión de un viaje que se calificó
de triunfal y que sirvió, entre otras cosas, para que Federico Cesi le hiciera
miembro de la Accademia dei Lincei que él mismo había fundado en 1603 y que fue
la primera sociedad científica de una importancia perdurable.
Bajo
sus auspicios se publicó en 1613 la Istoria
e dimostrazione interno alle macchie solari, donde Galileo salía al paso de
la interpretación de Scheiner, quien pretendía que las manchas eran un fenómeno
extrasolar («estrellas» próximas al Sol, que se interponían entre éste y la
Tierra). El texto desencadenó una polémica acerca de la prioridad en el
descubrimiento, que se prolongó durante años e hizo del jesuita uno de los más
encarnizados enemigos de Galileo, lo cual no dejó de tener consecuencias en el
proceso que había de seguirle la Inquisición. Por lo demás, fue allí donde, por
primera y única vez, Galileo dio a la imprenta una prueba inequívoca de su
adhesión a la astronomía copernicana, que ya había comunicado en una carta a
Kepler en 1597.
Ante
los ataques de sus adversarios académicos y las primeras muestras de que sus
opiniones podían tener consecuencias conflictivas con la autoridad
eclesiástica, la postura adoptada por Galileo fue la de defender (en una carta
dirigida a mediados de 1615 a Cristina de Lorena) que, aun admitiendo que no
podía existir contradicción ninguna entre las Sagradas Escrituras y la ciencia,
era preciso establecer la absoluta independencia entre la fe católica y los
hechos científicos. Ahora bien, como hizo notar el cardenal Bellarmino, no
podía decirse que se dispusiera de una prueba científica concluyente en favor
del movimiento de la Tierra, el cual, por otra parte, estaba en contradicción
con las enseñanzas bíblicas; en consecuencia, no cabía sino entender el sistema
copernicano como hipotético. En este sentido, el Santo Oficio condenó el 23 de
febrero de 1616 al sistema copernicano como «falso y opuesto a las Sagradas
Escrituras», y Galileo recibió la admonición de no enseñar públicamente las
teorías de Copérnico.
Galileo,
conocedor de que no poseía la prueba que Bellarmino reclamaba, por más que sus
descubrimientos astronómicos no le dejaran lugar a dudas sobre la verdad del
copernicanismo, se refugió durante unos años en Florencia en el cálculo de unas
tablas de los movimientos de los satélites de Júpiter, con el objeto de
establecer un nuevo método para el cálculo de las longitudes en alta mar,
método que trató en vano de vender al gobierno español y al holandés.
En
1618 se vio envuelto en una nueva polémica con otro jesuita, Orazio Grassi, a
propósito de la naturaleza de los cometas, que dio como resultado un texto, Il Saggiatore(1623), rico en
reflexiones acerca de la naturaleza de la ciencia y el método científico, que
contiene su famosa idea de que «el Libro de la Naturaleza está escrito en
lenguaje matemático». La obra, editada por la Accademia dei Lincei, venía
dedicada por ésta al nuevo papa Urbano VIII, es decir, el cardenal Maffeo
Barberini, cuya elección como pontífice llenó de júbilo al mundo culto en
general y, en particular, a Galileo, a quien el cardenal había ya mostrado su
afecto.
La
nueva situación animó a Galileo a redactar la gran obra de exposición de la
cosmología copernicana que ya había anunciado en 1610: el Dialogo sopra idue massimi sistemi
del mondo, tolemaico e copernicano; en ella, los puntos de vista
aristotélicos defendidos por Simplicio se confrontaban con los de la nueva
astronomía abogados por Salviati, en forma de diálogo moderado por la bona mens de Sagredo. Aunque la obra fracasó en
su intento de estar a la altura de las exigencias expresadas por Bellarmino, ya
que aportaba, como prueba del movimiento de la Tierra, una explicación falsa de
las mareas, la inferioridad de Simplicio ante Salviati era tan manifiesta que
el Santo Oficio no dudó en abrirle un proceso a Galileo, pese a que éste había
conseguido un imprimatur para publicar el libro en 1632.
Iniciado el 12 de abril de 1633, el proceso terminó con la condena a prisión
perpetua, pese a la renuncia de Galileo a defenderse y a su retractación
formal. La pena fue suavizada al permitírsele que la cumpliera en su quinta de
Arcetri, cercana al convento donde en 1616 y con el nombre de sor Maria Celeste
había ingresado su hija más querida, Virginia, que falleció en 1634.
En
su retiro, donde a la aflicción moral se sumaron las del artritismo y la
ceguera, Galileo consiguió completar la última y más importante de sus obras:
los Discorsi e dimostrazioni
matematiche intorno à due nueve scienze, publicado en Leiden por Luis
Elzevir en 1638. En ella, partiendo de la discusión sobre la estructura y la
resistencia de los materiales, Galileo sentó las bases físicas y matemáticas
para un análisis del movimiento, que le permitió demostrar las leyes de caída
de los graves en el vacío y elaborar una teoría completa del disparo de
proyectiles. La obra estaba destinada a convertirse en la piedra angular de la
ciencia de la mecánica construida por los científicos de la siguiente
generación, con Newton a la cabeza.
En
la madrugada del 8 al 9 de enero de 1642, Galileo falleció en Arcetri
confortado por dos de sus discípulos, Vincenzo Viviani y Evangelista
Torricelli, a los cuales se les había permitido convivir con él los últimos
años.
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